miércoles, 31 de agosto de 2022

Un recorrido personal por la música de KLAUS SCHULZE (1947-2022)

 

  

1.       Primeros acercamientos

Mi primer contacto con la música de Klaus Schulze tuvo lugar, posiblemente, hará unos veinte años, gracias a un recopilatorio de música instrumental que llevaba por título “Pianos y Pianistas de la Nueva Era” (2001). Esto no deja de resultar paradójico, máxime si tenemos en consideración que Klaus Schulze no sólo no es pianista, sino que tampoco ha destacado nunca, como él mismo ha reconocido en algún momento, por sus méritos técnicos como teclista. En cualquier caso, ahí quedó aquel singular tema de muy extensa duración (al menos en comparación con el resto de las piezas incluidas en dicho recopilatorio), titulado Gringo Nero, como mi primer recuerdo real de la música de Klaus. Interesante, aunque no lo suficiente, pensaba yo, como para justificar su estatus dentro del ámbito de la música electrónica.

Mi obtusa perplejidad me incitó a escuchar un doble recopilatorio suyo, titulado “The Essential 72-93” (1994), que me permitiría descubrir, ¡ahora sí!, “los grandes clásicos” de aquel músico considerado como el Gran Maestro de la música electrónica. Desgraciadamente, la experiencia, lejos de “iluminarme”, me dejó en un estado aún mayor de desconcierto. ¿Aquello era lo mejor? ¿Dónde estaban las retentivas melodías a lo Vangelis o Jean Michel Jarre? Sumido en la frustración ante mi incapacidad por entender aquella música, la dejé unos años en stand-by.

 


Más concretamente, hasta el 2005. Por aquel entonces contaba ya con 28 años y me disponía a iniciar una nueva etapa vital y laboral en Londres. Necesitaba nueva música que descubrir y explorar, algo que me acompañara y en lo que pudiera apoyarme espiritualmente durante unos tiempos que se vaticinaban de cambio y autodescubrimiento en unas condiciones de independencia del seno familiar totalmente nuevas para mí. Algo que me mantuviera “entretenido” durante las muchas horas de soledad que, preveía, me iba a deparar aquella aventura vital en la capital británica. El catálogo musical de Klaus era lo suficientemente prolífico como para hacerme considerar la idea de volver a darle una oportunidad, si bien esta vez en condiciones óptimas: escucharía todos y cada uno de sus álbumes con suma atención.

Por supuesto, para entonces ya conocía, y muy bien, a grandes titanes de la electrónica que me habían acompañado desde los albores de mi eterno idilio con la música. Figuras como Jean Michel Jarre, Tangerine Dream, Vangelis o Kitaro formaban parte del ADN musical de mi alma. Conocía, y me atrevo a afirmar que bastante bien, a todos ellos. Bueno, pero me seguía faltando uno por descubrir. Klaus. El Gran Maestro. The Pope. El big daddy de la música electrónica, pionero de estilos como el krautrock, el trance, el ambient o incluso la new age. ¡Ya era hora de quitarse esa espinita de encima!

Y es que Klaus era, y había sido durante bastantes años más, mi gran asignatura musical pendiente. Primero, por lo inabarcable de su extenuante producción musical; hablamos de más de 60 discos editados, sin incluir sus colaboraciones con otros artistas, repartidos en una carrera de más de cincuenta años dedicados a la música. Segundo, porque, como ya he apuntado más arriba, su música no era, precisamente, “fácil”; o, al menos, no me lo parecía a mí. Desde luego, no me resultaba tan accesible como la de otros artistas y músicos del reconocimiento de, por ejemplo, Jean Michel Jarre o Mike Oldfield

 


 

La obra de Klaus Schulze es, para algunas personas, algo así como un “acquired taste”, algo que va formándose y creciendo en ti poco a poco, sin prisas, siempre que se/te lo permitas. Es una música que te plantea desafíos como oyente; demanda una atención y una paciencia especial. Requiere de entrega, dedicación. Reclama una mayor apertura, libre de los prejuicios propios de una mente aborregada por ese mediocre establishment que concibe la música como un producto comercial y sujeto a unas modas tan ridículas como efímeras. En otras palabras, no es una música fácil, ni necesariamente complaciente. ¿Por qué tendría que serlo?

Mientras que colegas como Jean Michel Jarre o los mismos Tangerine Dream supieron encontrar, en algún momento de sus respectivas carreras, la fórmula para hacer de la suya una música de vocación más abiertamente comercial y popular, la de Klaus se mantuvo siempre al margen de lo trendy, al margen de las imposiciones asumidas dentro de ese turbio negocio auspiciado por los grandes emporios discográficos. Klaus estaba demasiado ocupando creando tendencia y allanando él mismo el camino que posteriormente recorrerían muchos otros como para encasillarse dentro de ningún estilo predefinido. Su honestidad para con su arte fue siempre IMPECABLE, algo de lo que muy pocos músicos podrían llegar a presumir (el Maestro Vangelis, fallecido tan sólo unas semanas después que Klaus, pertenecería a ese selecto grupo).    

 


Todo esto viene a justificar algo que espero que, a estas alturas, haya quedado claro: la música de Klaus me intimidaba. Me daba respeto. Quizás porque no la comprendía. Quizás porque no encontraba, en previos y puntuales acercamientos a su obra, esas melifluas y retentivas melodías que caracterizaban la música de un Jean Michel Jarre. La de Klaus me descolocaba, e intuía que iba a suponer todo un desafío para mí como oyente. Sin embargo, también sabía que ya estaba preparado para emprender la que sería mi mayor “gesta” como melómano y aficionado a la música electrónica: descubrir el legado musical de Klaus Schulze.

La vida me ha enseñado que las cosas suelen darse, normalmente, en el momento perfecto, justo cuando estamos preparados para vivenciarlas, integrarlas y sacar provecho de ellas. Unos años antes, muy posiblemente, la frustración me habría llevado a desistir de mi empeño schulziano. Sin embargo, durante los tres años en los que residí en Londres, algo fue cambiando dentro de mí. Sutil, pero poderosamente. Klaus se convirtió en mi gran guía y referente “espiritual”, y su música transformó mi vida. Al fin, se dio la apertura, la eclosión dentro de mí, y aquella inicial perplejidad se vio transmutada en una fascinación como nunca antes había podido experimentar. La suya devino la gran banda sonora de una de las etapas más importantes de toda mi vida. Y las que siguieron, pues… diecisiete años después, heme aquí, firmando este sentido obituario por el deceso de mi gran héroe musical. 

 


Que nadie espere por mi parte, en cualquier caso, un exhaustivo repaso por toda su obra en clave panegírica. En una trayectoria tan extensa, es inevitable que algunos periodos gusten más que otros, y en una discografía tan abrumadoramente extensa como la suya es imposible disfrutar de todo por igual. Desde luego, mi intención no es otra sino brindar un escueto recorrido personal por la obra de Klaus que sirva como despedida y agradecimiento por todo lo que ésta ha significado y significa para mí. Con sus luces y sombras.

 

2.       Los 70: el gran místico del sintetizador

Empezando, cómo no, por los 70, esa gloriosa década de oro de la música electrónica. La década en la que “todo empezó” para mí. Y los 70 fueron de Klaus. Completamente. Hubo, por supuesto, muchos otros artistas que nos legaron obras de exultante grandeza. Pero, de entre todos ellos, en calidad y cantidad, reinó Klaus como el máximo exponente de un nuevo estilo de música nacido a principios de los 70 en Alemania como respuesta a esa irritante hegemonía del rock/pop anglosajón. Komische Musik, la llamaban. Música planeadora, sin letras, creada con aparatosos instrumentos electrónicos analógicos, altamente improvisada y liberada de la tiranía de la duración estándar tan común en el formato convencional de “canción”.

 


 

Klaus siempre fue el más místico de todos estos pioneros. El más espiritual. A modo de evidencia, puedo mencionar dos rotundas obras maestras de la música electrónica: Wahnfried 1883 (“Timewind”, 1975) y Velvet Voyage (“Mirage”, 1977). Más allá de esos adrenalínicos pasajes a ritmo de secuenciador por los que la música de la Escuela de Berlín es reconocida, la música de Klaus solía brillar y despuntar, más bien, en esos otros momentos de místico arrebato planeador capaces de elevar nuestras almas a otros planos expandidos de consciencia. Pocas veces ha alcanzado la música electrónica cotas semejantes de intensidad espiritual. Su influencia en la obra de aquel otro místico japonés del sintetizador, Kitaro, es de una obviedad redundante.       

 

 

Cómo olvidar aquella imagen de un enjuto y encorvado Klaus sentado en el suelo con las piernas cruzadas, rodeado de todo aquel apabullante arsenal de instrumentos electrónicos, improvisando sobre la marcha nuevas texturas, nuevos sonidos, nuevas atmósferas… abriendo nuevos horizontes musicales y reivindicando el papel de un nuevo instrumento que había llegado para quedarse, el sintetizador. Un instrumento que, en sus manos, adquiría una notable cualidad orgánica que venía a refutar, ad nauseam, aquella prejuiciada falacia de que la música creada con medios electrónicos era “fría” y “artificial”. Como el propio Klaus solía apuntar, “tampoco es que los violines crezcan de los árboles.”

 

 

Los Tangerine Dream eran prodigiosos también, qué duda cabe, pero no dejaban de ser un equipo, y sus logros, el resultado de la contribución de tres talentosas personalidades artísticas y creativas, cada una en sus respectivas facetas. Por otro lado, su ocasional, aunque reiterado viraje a postulados estéticos más afines al (kraut)rock (esa querencia de Edgar por los punteos de guitarra, tan innecesarios como irritantes), unido a planteamientos sonoros progresivamente más comerciales, me impide ubicarlos al mismo nivel que Klaus. Lo dije anteriormente, y lo vuelvo a remarcar: los 70 fueron de Klaus. Todo lo que podía hacerse con los sintetizadores analógicos de antaño, lo hizo Klaus, y lo hizo mejor y de manera más impecable que ningún otro.

 



Como evidencia, un nuevo ejemplo: su décimo trabajo, el que considero que es su magnum opus, “X” (1978), una antológica epopeya musical para sintetizador en donde Klaus volvió, una vez más, a sentar cátedra con su proyecto más ambicioso hasta la fecha, una suerte de tributo a las personalidades artísticas, históricas e intelectuales que más le habían marcado a lo largo de su vida. En este magno compendio de música electrónica en clave berlinesa se atrevería, incluso, a incorporar una pequeña orquesta de cuerda en uno de los temas, con resultados altamente satisfactorios. Jamás olvidaré, no obstante, el profundo impacto que tuvo en mí el tema de apertura, dedicado a la figura del controvertido filósofo alemán Friedrich Nietzsche. ¡Es alucinante! Klaus va desarrollando una solemne y majestuosa melodía arropado por coros cósmicos e impulsada por la portentosa batería de Harald Grosskopf, en un apoteósico tour de force únicamente equiparable en emoción a la composición que cierra este doble álbum, dedicado al poeta del romanticismo alemán Heinrich Wilhelm von Kleist. Klaus pone el broche de oro en sus diez últimos minutos, planteados a modo de gradual crescendo que deviene un épico y lisérgico viaje de ascensión del alma a la vasta inmensidad del universo que nos rodea, en un clímax arrebatador que nos deja sumidos en un estado de perpetuo embelesamiento.    

 

 

“X” marcaría, como era de prever, un importante punto de inflexión en su carrera. Y es que, después de firmar un trabajo tan magistral, ¿cómo podría seguir haciendo el mismo tipo de música que había estado creando durante los últimos cinco años? Se avecinaban tiempos de cambio, y así fue, coincidiendo además con la llegada de los primeros sintetizadores digitales, que acabarían reemplazando el equipo analógico que había estado utilizando durante toda la segunda mitad de los 70. Y, de esta manera, entramos ya en la siguiente década.  

 

3.       Los 80: una década problemática

Llegados a este punto, debo confesar que no siento especial entusiasmo por la música de Klaus de los 80, más allá de esporádicas excepciones como puedan ser Sense (“…Live…”, 1980), A Few Minutes After Trancefer (“Trancefer”, 1981) o Silent Survivor. En ese sentido, reconozco que, si los 70 fueron completamente de Klaus, en lo que respecta a los 80 llego a disfrutar muchísimo más con la música de otros colegas suyos tales como los Tangerine Dream, Kitaro, Vangelis o Jean Michel Jarre (este último, muy especialmente, experimentaría una etapa de absoluto esplendor creativo a lo largo de toda esta década de los 80).

 


Posteriormente me enteraría de los fallidos intentos de Klaus por sacar adelante su propia compañía discográfica (primero INNOVATIVE COMMUNICATION y, después, INTEAM) durante todo este periodo, los serios conflictos económicos derivados de una torpe gestión empresarial y, lo peor de todo, los graves problemas de salud acarreados como consecuencia de todo lo anterior. Honestamente, cuando escucho los álbumes grabados de 1983 a 1987, me cuesta bastante reconocer al Klaus inspirado de “Timewind”, “Mirage” o “X”. Simplemente, no conecto con esa música ni llego a reconocer del todo a la persona que está detrás de dicha música. Resulta significativo que su mejor y más inspirada composición de los 80 para el que esto escribe, la magistral FM Delight, pertenezca al primer álbum que grabó una vez que hubo superado su delicado trastorno de adicción al alcohol, “En=Trance” (1988). Cerraba así una década ciertamente turbulenta con un cierto atisbo de luz y esperanza por lo que estaba por venir.

 




4.       Los 90 y más allá: un nuevo renacer

Y así entramos en la década de los 90, periodo que podríamos dividir, grosso modo, en dos etapas claramente delimitadas y diferenciadas entre sí. La primera se caracteriza por el (ab)uso de samplers, instrumentos que ya habían hecho acto de presencia en su música, si bien de manera algo más discreta, en la segunda mitad de los 80. Esta algo errática etapa creativa, a la que pertenece su ópera “Totentag” (1994) es, con mucha diferencia, la que menos me gusta e interesa de toda la carrera de Klaus Schulze, con contadísimas excepciones como puedan ser Wild and Blue (“In Blue”, 1995) o la anteriormente mencionada Gringo Nero (“Beyond Recall”, 1991). ¡Lejos parecían quedar ya aquellas secuencias planeadoras y esos cósmicos ambientes astrales de antaño que tanto me hicieron amar su música!

 

 

Entonces, en el año 1996, tras una completa renovación de su estudio de grabación y la incorporación de nuevo equipo (incluyendo el célebre Big Wall de Quasimidi), Klaus presentó un álbum que marcaría un nuevo cambio de rumbo en su devenir creativo. Me refiero, por supuesto, al excelente “Are you Sequenced?”, que supondría una brillante actualización de su sonido en plena efervescencia mundial del movimiento techno en sus múltiples ramificaciones. Lejos de sucumbir a las modas y los preceptos estéticos propios de la cultura rave, Klaus Schulze adaptó su música a los nuevos tiempos manteniendo intacta su personalidad e idiosincrasia artística, lo cual cimentaría la atemporal vigencia de su legado.

 


Personalmente, considero que este trabajo instauró una nueva Edad Dorada en la carrera musical de Klaus. Mientras que otros colegas como Jean Michel Jarre parecían haber perdido completamente el rumbo con la llegada del nuevo siglo, encadenando (hasta nuestros días) una serie de trabajos, a cada cual más mediocre, que evidenciaban un declive creativo tan alarmante como lamentable, Klaus fue uno de los pocos de su generación (poquísimos, en realidad) que supo evolucionar conservando su identidad y, lo más importante, su dignidad como músico, hasta el final de sus días. Chapeau, Herr Schulze.

 

 


Dentro de esta áurea etapa merecen igualmente reconocimiento tres trabajos con los que se despediría del antiguo siglo para darle la bienvenida al nuevo: primero, “Dosburg Online” (1997), que a día de hoy sigue siendo uno de mis directos favoritos de toda la carrera artística de Klaus. Un concierto fascinante en su transgresor eclecticismo, y en donde hay cabida para momentos de hermosa y serena contemplación, otros de puro éxtasis para los amantes de los secuenciadores (The Art of Sequencing, ¡sencillamente antológico!), adrenalínicas improvisaciones de Minimoog marca de la casa, e incluso alguna que otra extravagancia operística concebida para el lucimiento del tenor alemán Roelof Oostwoud. Todo ello repartido en 80 minutos que saben a gloria. En cuanto al segundo trabajo memorable de esta etapa, sería otro directo, ofrecido dentro del festival KlangArt celebrado en Osnabrück (Alemania) en junio de 2001, mientras que el tercero, cómo no, sólo podría ser esa impresionante obra maestra que lleva por título “Moonlake” (2005), toda una magnífica carta de presentación para el neófito. 

 



5.       El tiempo en la música de Klaus Schulze

Poco antes de cumplir los 60 años de edad, Klaus presentaría oficialmente otra de sus grandes e indiscutibles obras maestras, el magistral “Kontinuum” (2007). Estructurado en tres piezas de larga duración, considero que este hipnótico álbum vendría a instaurar el comienzo de una nueva etapa más en su prolija carrera musical. Un periodo en donde la música del Maestro iría adquiriendo, en mi humilde sentir, un cariz algo más sutil, minimalista y contemplativo, rayano incluso en lo meditativo.

 


Llegados a este punto, considero necesario incurrir en una leve, si bien justificada, digresión discursiva para poder aludir (¿rebatir?) a una de las críticas más recurrentes de las vertidas habitualmente sobre la música de Klaus Schulze. Me refiero, cómo no, a la habitualmente dilatada duración de sus composiciones. Una duración cuya ambición podría estar, a priori, más en consonancia con la de algunas sinfonías de Gustav Mahler o ciertas obras de Richard Wagner (una de las grandes influencias y pasiones melómanas de Klaus, por cierto) antes que con la de cualquier canción de grupos como los Pink Floyd.

Mientras que en la música de algunas de las más eminentes agrupaciones pertenecientes a la denominada Escuela de Berlín (Tangerine Dream y Ash Ra Tempel a la cabeza) sí podemos encontrar, de manera más o menos puntual, ciertos rasgos característicos de la música rock en su vertiente más psicodélica o progresiva, en el caso de Klaus Schulze siempre he pensado que las influencias, puestos a remarcar alguna, apuntarían más a la música sinfónica y operística de épocas pretéritas, adaptada (y reimaginada) al vanguardista lenguaje sonoro del sintetizador. Algo así como la Nueva Música “Clásica” del Futuro, si me permiten la licencia. ¿Acaso no tiene más protagonismo el chelo que la guitarra eléctrica en la música de Klaus? Por mucho que esto pueda parecer un asunto trivial, a mí me resulta tremendamente significativo. Eso por no hablar, por supuesto, de la reiterada presencia de voces operísticas sampleadas en buena parte de su discografía durante toda la década de los 90 (periodo al que pertenecen su ópera “Totentag”, anteriormente mencionada, o esa peculiar revisión de “clásicos” en clave electrónica titulada “Goes Classic / Midi Klassik”), o el uso de una pequeña orquesta de cuerda en el fabuloso tema Ludwig II von Bayern de su antológico décimo álbum.     

 

  

    

La de Klaus es una música de digestión pausada. No es de consumo rápido. Dicho de otra manera, y apelando a vuestra condescendencia en el uso del símil cinematográfico, evocaría, como experiencia, más al cine de un Andréi Tarkovski, antes que al de un Michael Bay. Es una música que no está constreñida por las imposiciones de “tiempo” tan comunes en el ámbito del mainstream, independientemente del género. Como tal, se toma todo el “tiempo” que necesita para expresarse, “respirar”, encontrarse y expandirse de manera orgánica, independientemente de que los resultados puedan ser, en ocasiones, menos acertados que en otros. En cierto modo, podríamos considerar a Klaus como un creador de arquitecturas sónicas, ya que sus composiciones crean, literalmente, espacios en donde podemos ubicarnos, expandirnos y recrearnos. No existe el término medio con Klaus. O entras en tu música, o ésta te acaba sacando. O fascina, o aburre. No hace de la burda complacencia su raison d’être. Me gusta eso.       

La duración de las composiciones de Klaus, unida a la sutileza con la que suelen desarrollarse, nos permite, como audionautas que somos, entrar, alojarnos y reposar en ellas, lo cual (y esto es algo que puede apreciarse muy especialmente en toda su última etapa) propicia que podamos acceder en ocasiones a estados profundamente meditativos. Ése es otro de los motivos por los que amo la obra de Klaus: la siento profundamente espiritual. ¿Pero hay desarrollo en la música de Klaus? ¡Por supuesto! Siempre lo hay, incluso cuando parece que la música no “evoluciona”. En realidad, nunca deja de hacerlo, porque, como antes apuntábamos, es una música orgánica que está viva. A veces son cambios mínimos que van impulsando la composición de manera parsimoniosa, gestando, aunque no seamos del todo conscientes de ello, algo mayor que acaba siempre encontrando el cauce perfecto para poder manifestarse de un modo elegante y sutil. Por tanto, digamos que es una música que no tiene ninguna premura en llegar a ningún lugar. Quizás porque no hay ningún lugar al que llegar. Como suele decirse, lo importante no es tanto el destino como el propio camino, la experiencia misma que se tiene durante el viaje.

 



Como no podría ser de otra manera en alguien que empezó realmente como batería en diversos grupos de rock psicodélico de la escena berlinesa durante la década de los 60, el ritmo ha sido siempre una parte fundamental en la música de Klaus Schulze. Sin embargo, incluso en los temas más rítmicos que podamos encontrar en “Kontinuum” y otros trabajos sucesivos como “Farscape” (2008), “Rheingold” (2008), “Dziekuje Bardzo” (2009), “Big in Japan” (2010) o “Deus Arrakis” (2022), esa cualidad meditativa, hipnótica y de trance ha seguido estando muy presente. Me refiero, más concretamente, a joyas tan extraordinarias como Thor (Thunder), Liquid Coincidence 5, Loreley, Shoreless One, La Joyeuse Apocalypse o Seth, que indudablemente se encuentran entre lo mejor que haya podido crear Klaus a lo largo de toda su carrera.

 

6.       Colaboraciones con Lisa Gerrard   

Retomando, pues, el hilo de mi discurso, nos encontraríamos en esta nueva y última etapa con un Klaus más maduro, reposado y contemplativo, aunque sin perder un ápice de su jovial vitalismo, consciente del inmenso regalo que supone el poder seguir compartiendo su ilimitada inspiración, creatividad y amor por la música con los fans, ya sea a través de nuevos álbumes de estudio o giras de conciertos. En lo que respecta a esto último, uno de los mayores logros de toda su carrera profesional, para el que esto escribe, serían los magistrales directos ofrecidos junto con la gran compositora y cantante australiana Lisa Gerrard durante el verano de 2008 en Lorelei y Hambühren, Alemania. Estas actuaciones serían recogidas en un imprescindible doble álbum que lleva por título “Rheingold”. No sólo hay algo sumamente trascendente, sagrado y espiritual en esta música, sino que la memorable emoción y energía que se palpa en ella, sobre todo en los temas Alberich y Loreley, es algo imposible de describir con palabras. La emotiva música planeadora de Klaus, expansiva y majestuosa, crea un sostén ideal para que la impresionante voz de registro contralto de Gerrard pueda impulsarse a nuevas e inusitadas cotas de belleza y arrebatador lirismo.

 



 

Estos conciertos servirían además para presentar material perteneciente al antológico álbum colaborativo “Farscape”, en el que ambos habían estado trabajando desde finales de 2007. En noviembre de 2008, ambos aunarían de nuevo sus respectivos talentos en otra gira que los llevaría ese mismo año a actuar en Berlín y Varsovia con resultados ciertamente estimables, aunque no tan excepcionales. Con todo, volverían a unirse una vez más en el año 2009, en un último tour por Europa con actuaciones en Ámsterdam, Berlín, París, Bruselas y, nuevamente, Varsovia, si bien para entonces la fórmula mostraba ya, en mi opinión, acusados síntomas de agotamiento creativo, dejándonos (al menos a mí) con muchas ganas de poder volver a disfrutar de un concierto de Klaus en solitario.

 

7.       Problemas de salud

Afortunadamente, tan sólo tendríamos que esperar unos pocos meses para ello, ya que en marzo de 2010 Klaus nos regalaría dos fabulosas actuaciones en solitario que lo llevarían nada más y nada menos que a Tokio, a invitación de un gran aficionado japonés a su música. Estos directos, incluidos en ese otro excepcional álbum titulado “Big in Japan”, supondrían, lamentablemente, su despedida de los escenarios a consecuencia de serios y continuados problemas de salud que venía arrastrando desde hacía ya unos años. De estos dos conciertos voy a quedarme con un momento en particular, durante la ejecución de la pieza bautizada con el muy apropiado título Sequencers Are Beautiful. Después de haber elaborado la muy subyugante base rítmica y melódica con la ayuda de sus amados secuenciadores, el Maestro abandona el escenario durante un breve periodo de tiempo, cediendo todo el protagonismo a aquella embriagadoramente jubilosa música, expandida ya a lo largo y ancho de todo el auditorio tokiota. Arquitectura sónica, ¿recuerdan? Sin innecesarias distracciones ni vacuos alardes virtuosistas. Nada más regresar a escena, lo primero que hace es presentar al público su imponente equipo modular, cerrando con las palabras del título, en una conmovedora y sentida declaración de amor a su oficio como artesano creador de música electrónica, antes de regresar a su asiento y continuar con la improvisación en directo.      

 

 

Los últimos diez años de la vida de Klaus se vieron marcados por una enfermedad renal crónica que necesitaba de constante supervisión y tratamiento médico, lo cual le obligaría, entre otras cosas, a abandonar indefinidamente las giras de conciertos. Después de un lapso de tiempo de cinco años desde “Shadowlands” (2013) sin publicar nada nuevo, Klaus presentó el que, en teoría, iba a ser su último trabajo, “Silhouettes” (2018), un disco claramente crepuscular, de cierto carácter melancólico e introspectivo, y que reflejaba abiertamente el delicado estado de salud en el que se encontraba el Maestro. Pese a contar, sin lugar a dudas, con algunos momentos aislados de conmovedora belleza (Der lange Blick zurück), en su conjunto este álbum constituía, desde mi punto de vista, una despedida algo decepcionante para alguien que había sido uno de los más grandes genios en la historia de la electrónica. Le faltaba algo.

 

8.       “Deus Arrakis”

Entonces llegó el fenómeno “Dune”. Es decir, de nuevo, ya que la relación de Klaus con la inmortal obra maestra del género de la ciencia ficción concebida por el escritor estadounidense Frank Herbert se remonta muy atrás en el tiempo. A diferencia de mucha gente de su generación, cautivada por la saga de “El Señor de los Anillos” de J.R.R. Tolkien, Schulze siempre encontró inspiración en las andanzas psicodélicas de Paul Atreides en aquel inhóspito planeta desierto codiciado por la especia melange y habitado tanto por los fremen como por aquellos colosales gusanos de arena (Shai-Hulud). Su pasión por el fascinante universo imaginado por Herbert quedaría plasmada en temas como Frank Herbert, Melange o, por supuesto, su interesante álbum homónimo “Dune”, publicado en el año 1979. 

 

       

Sin embargo, había otro célebre compositor alemán que sentía el mismo entusiasmo que Klaus por “Dune”. Un músico, eso sí, no de Berlín, sino de Fráncfort, el cual se había abierto camino en el mundo del cine hasta convertirse en uno de los grandes referentes a nivel mundial en el ámbito de las bandas sonoras. Otro genio, como él, aficionado también a la música electrónica y reconocido por ser uno de los grandes precursores en lo referente al uso de sintetizadores y su combinación con los sonidos de la orquesta en la música para películas. Nos referimos, por supuesto, al gran Hans Zimmer, encargado de componer la música para la nueva (y brillante) adaptación cinematográfica de la novela de Herbert, dirigida en esta ocasión por el visionario director canadiense Denis Villeneuve y dividida en dos partes, la primera de las cuales fue estrenada mundialmente en el año 2021. 

 


Según cuenta el propio compositor, mientras estaba enfrascado en la música que iba a sonar durante los créditos finales, se dio cuenta de que estaba usando una línea de bajo que ya había escuchado antes en algún sitio. Entonces cayó en la cuenta de que la había tomado, inconscientemente, del tema Frank Herbert de Schulze. Inmediatamente después, se puso en contacto con él y le preguntó si le parecía bien que colaboraran en aquel tema. Klaus no podría estar más sorprendido y emocionado; primero, por el hecho de que algo que había compuesto más de cuarenta años atrás todavía resonara en los corazones de la gente en pleno siglo XXI, y, segundo, por las maravillosas y, posiblemente, no tan casuales sincronías que se estaban dando alrededor de un libro que había sido tan importante para él a lo largo de su vida: 

 


 

 

“(…) Pero de repente, unos 40 años después, me enteré de los planes de Denis Villeneuve por volver a adaptar “Dune”, lo cual volvió a reavivar mi interés por la novela de forma totalmente inesperada. Empecé a leer los libros nuevamente e incluso revisioné la película de David Lynch. En realidad, actualmente leo bastante, ya que estos momentos tengo tiempo para hacerlo. Después de un tiempo, empecé también a componer música de nuevo, aunque para entonces ya no estaba pensando realmente en “Dune”. Unos meses después, sonó el teléfono y Lisa (Gerrard) me puso en contacto con su amigo Hans Zimmer. Se le había ocurrido que podríamos colaborar en algo… ¡relacionado, exactamente, con ese mismo remake de “Dune” que estaba haciendo Denis Villeneuve! Nos llevamos bien desde el principio; al igual que yo, Hans es también un gran aficionado a “Dune”, y el resultado, en efecto, acabó incluyéndose en la película 'Dune'.

 


El resultado de esta sinergia creativa, por cierto, puede escucharse (y disfrutarse) en el trepidante tema Grains of Sand incluido en el “Dune Sketchbook Soundtrack” de la película. Gracias a su amor por “Dune”, Zimmer llegaría a componer toda una obra maestra de la música de cine que sería justamente reconocida con un Óscar de la Academia en su nonagésimo cuarta edición. Empero, aquella momentánea colaboración prendería también una poderosa llama en el corazón de Klaus Schulze, la llama de la inspiración y de la creatividad:

“(…) Sin embargo, me vi arrastrado de nuevo a los desiertos de “Dune”, y sentí que necesitaba más de aquella “especia”. Entusiasmado, regresé a mi estudio y encontré una grabación de Wolfgang Tiepold con su violonchelo. A partir de ahí, sentí como algo se desataba por completo dentro de mí, y tan sólo me limité a tocar y tocar… fue al finalizar aquel segundo viaje íntimo al universo de “Dune” que pude darme cuenta: “Deus Arrakis” se había convertido en otro homenaje a Frank Herbert y a aquel gran regalo de la vida en general.”

 


Como podréis imaginar, el resultado es un álbum que ocupó un lugar muy especial en el corazón del Maestro… y en el de todas las personas que amamos su música. Estrenado de forma póstuma por el sello SPV Entertainment tan sólo unos meses después de su triste e inesperado fallecimiento, “Deus Arrakis” es, ciertamente, el canto del cisne de Klaus Schulze. A diferencia de “Silhouettes”, en “Deus Arrakis” encontramos a un Klaus inspirado, exultante, expansivo y luminoso. En paz. Un Klaus que está ya del todo preparado para recapitular y cerrar con brillantez el círculo de un legado irrepetible en la historia de la música, regalándonos, de paso, un último atisbo a la inconmensurable grandeza de su alma.

 

 

“Deus Arrakis” es mucho más que un nuevo (y fascinante) viaje al universo de Frank Herbert. Es, en realidad, un viaje de ascensión. El último gran vuelo cósmico de Klaus Schulze, estructurado en tres partes. Tres etapas. La primera, titulada Osiris, nos prepara, sin grandes sorpresas, para el viaje que va a tener lugar a partir del siguiente tema, Seth (en referencia al dios egipcio de los desiertos y las tormentas de arena). Es en este momento que empieza, realmente, nuestro viaje interestelar. ¡Y menudo viaje! Pasados los primeros dos minutos, la música no tarda en eclosionar, pletórica, elevando nuestras almas a un estado de incontenible júbilo. El emotivo chelo de Wolfgang Tiepold, que tanta importancia ha tenido en la música de Klaus Schulze, volverá a escucharse aquí una vez más, a partir de un breve interludio que parece evocar nuestro aterrizaje en los áridos y yermos arenales del planeta desértico, Arrakis. La música no tardará en despegar de nuevo, como si estuviera embarcándonos en una lisérgica expedición a través de las dunas a bordo de un ornitóptero. El chelo de Tiepold, nuestra conexión orgánica con la tierra de la especia melange, nos acompañará hasta la enternecedora coda, que pondrá fin a esta mágica etapa de nuestro periplo galáctico.

 


Llegamos así, al fin, al último (gran) tema de “Deus Arrakis”. No deja de resultar conmovedor que la última composición de Klaus Schulze, su despedida de esta vida, tenga por título Der Hauch des Lebens, que vendría a significar algo así como El Aliento de la Vida. Por supuesto, tampoco es casual que el título del tema que abre este álbum haga referencia a Osiris, el dios egipcio de la resurrección, la regeneración y la otra vida. Viaje de ascensión, ¿recuerdan? Volvamos, no obstante, al muy emotivo Der Hauch des Lebens, que pone el broche de oro no sólo al que es su mejor álbum de estudio desde “Farscape”, sino también a toda su carrera.    

 


El chamánico y misterioso comienzo nos traslada directamente a las partes más recónditas e inhóspitas del planeta desierto, allá donde moran los fremen. Es una música enteógena que podría perfectamente acompañar las visiones que experimenta Paul Atreides al beber el Agua de la Vida, una forma concentrada e iluminante de melange utilizada para elevar la consciencia y desbloquear la memoria genética, a fin de poder cumplir con su destino como Kwisatz Haderach. Pasados los primeros ocho minutos, la oscuridad cede a la luz, mientras hipnóticas y cristalinas cascadas de secuencias van abriéndose paso y desarrollándose de forma paulatina, impulsando el proceso de ascensión. En el minuto 16 entramos en una nueva etapa de aparente quietud e inmovilidad que nos va preparando para la definitiva asunción espiritual, que tendrá lugar durante los últimos (y celestiales) seis minutos. En ese instante, la música inicia un extático crescendo emocional cuyo clímax hace que sea, realmente, imposible contener las lágrimas. Una música tan sublime sólo puede ser canalizada desde un estado de conexión total con la Fuente.     

 

9.       Coda

Así termina, pues, este personal recorrido por la vida y obra del Maestro Klaus Schulze. Justo al comienzo del mismo comentaba que Klaus nunca destacó por sus méritos técnicos como teclista. A sus improvisaciones en directo me remito. Qué mejor manera de poner el broche final a este texto que exponiendo lo que sí fue y en dónde despuntó realmente. Klaus fue, ante todo, un sintetista, posiblemente el más grande de todos. Fue el gran pionero por antonomasia de la música electrónica, atreviéndose a apostar por un lenguaje musical diferente en unos tiempos en donde aquella música estaba estigmatizada tanto por la crítica como por el público. Fue el gran héroe del sintetizador Moog, del que se convirtió en uno de sus heraldos más prominentes. Fue un auténtico artesano y visionario que marcó el devenir de la música electrónica hasta nuestros días, habiendo dejado una huella indeleble en todos los que lo conocieron y con los que llegó a colaborar, incluyendo a: Manuel Göttsching, Christopher von Deylen (a.k.a. Schiller), Peter “Namlook” Kuhlmann, Kitaro, Stomu Yamashita, Rainer Bloss, Michael Shrieve, Lisa Gerrard y tantos otros. Fue una personalidad independiente, honesta para con su arte y totalmente desvinculada de las modas comerciales. Fue un exquisito constructor de paisajes sonoros, un chamán capaz de llevar a su público a otros estados de consciencia. Fue el Gran Maestro de la síntesis electrónica; alguien, en definitiva, cuyo inconmensurable legado nos ha permitido asomarnos al futuro para poder así reencontrarnos en el presente. 

 


 

Por todo ello, ¡danke schön, Herr Schulze!    

 

10.   Mis álbumes favoritos de Klaus Schulze

-          Timewind (1975)

-          The Schulze-Schickert Session (1975, con Günter Schickert)

-          Mirage (1977)

-          Body Love, vol. 2 (1977)

-          X (1978)

-          Are You Sequenced? (1996)

-          Dosburg Online (1997)

-          Ballett 3: My Ty She (2000)

-          Live @ KlangArt 2 (2001)

-          The Dark Side of the Moog 9: Set the Controls for the Heart of the Mother (2002, con Pete Namlook)

-          Moonlake (2005)

-          Kontinuum (2007)

-          Farscape (2008, con Lisa Gerrard)

-          Rheingold (2008, con Lisa Gerrard)

-          Big in Japan (2010)

-          Deus Arrakis (2022)

 


 

11.   Mis temas favoritos de Klaus Schulze

-          Wahnfried 1883 (1975)

-          Velvet Voyage (1977)

-          In Cosa Crede Chi Non Crede (1977)

-          Friedrich Nietzsche (1978)

-          Heinrich von Kleist (1978)

-          Silent Survivor (1984)

-          FM Delight (1988)

-          Vocs in the Dark (1996)

-          The Art of Sequencing (1997)

-          The Final DAT, part 5 (1997, con Pete Namlook)

-          Friendship (2000, con Manuel Göttsching)

-          La Fugue Sequenza (2001)

-          Mephisto (2005)

-          Sequenzer: from 70 to 07 (2007)

-          Zenit (2008, con Schiller)

-          Liquid Coincidence 5 (2008, con Lisa Gerrard)

-          Loreley (2008, con Lisa Gerrard)

-          La Joyeuse Apocalypse (2010)

-          Seth (2022)

-          Der Hauch des Lebens (2022)

 

    Luis Fdo. Rodríguez Romero (2022)

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